En la entrada anterior, hablamos un poco de las direcciones en general, distinguiéndolas de lo que podrían aparecer en un principio: unas instrucciones.
Para mejor entender esta diferencia, hay que tener en cuenta que una instrucción suele sugerir algo que debemos llevar a cabo, algo que se pueda completar. Las direcciones, en cambio, deberían ser (idealmente) constantes. No se puede hacer una dirección en el sentido de poder decir “ya está hecho”.
¿Para qué sirven las direcciones?
Si no las debemos hacer, ¿qué utilidad tienen? Esta es una pregunta muy común entre los alumnos y es muy comprensible. Los adultos, como regla general, queremos entender las cosas antes de probarlas. No interpreto esto como cabezonería. Me parece razonable querer averiguar si algo merezca el esfuerzo antes de dedicarlo tiempo. No obstante, algunas cosas requieren tener experiencia de ellas para poder entenderlas, o como mínimo, son mucho más fáciles de entender con la experiencia.
Así que, la forma más rápida, en teoría, de descubrir la respuesta a esta pregunta es simplemente experimentar las direcciones con la ayuda de un profesor. No obstante, reconozco que para mucha gente es realmente difícil probar nada antes de tener una explicación coherente de su utilidad y por otra parte, habiendo experimentado algo, quiere saber qué es lo que ha pasado y por qué funciona.
¿Existe una explicación coherente?
Diríais que todavía estoy esquivando lo más confuso en cuanto a las direcciones: ¡esto de pensarlas pero no hacerlas! El problema principal es que, de entrada, no suena suficiente. Hay dos reacciones comunes a esta idea: no dar las direcciones porque parece una pérdida de tiempo, o pasar por alto esta advertencia y pretender hacerlas de todas formas.
Por ejemplo, me acuerdo que yo al principio entendía que cuando mi profe me decía que pensara en algo o que dejara que algo sucediera, lo que realmente quería decir era que sólo lo hiciera un poquito.
La clave de la comprensión de qué son las direcciones, para qué sirven y cómo lo consiguen, es darnos cuenta de que se tratan de ideas preventivas. Nos damos una dirección para evitar lo que no queremos. El conjunto de evitar lo que no queremos permite que, en palabras de Alexander, “lo correcto se hace solo”. El propósito de las direcciones es evitar la interferencia habitual con nuestros mecanismos automáticos, para permitir así un funcionamiento natural.
Parte de la confusión se debe a que muchos, al oír que no deben hacer nada, entienden que deberían derrumbarse. No obstante, como sabrán los que sigan este blog, derrumbarse es tanto hacer algo como cualquier otra actividad que normalmente entenderíamos como hacer.
Otra interpretación errónea, más sutil en su equivocación, es creer que si no se trata de hacer, pues dar las direcciones es igual a decir las palabras mentalmente. Si fuera así, pues sería cierto que las direcciones no sirven de nada. No se trata de encantamientos, no se trata de imaginarlas.
A ver si Alexander nos puede echar una mano:
Cuando uso las palabras «dirección» y «dirigir» junto con «uso» en frases como «dirección de mi uso» y «dirigí el uso», etc., deseo indicar el proceso de proyectar mensajes desde el cerebro hasta los mecanismos y de conducir la energía necesaria para el uso de estos mecanismos.
The Use of the Self de F. Matthias Alexander (Methuen, 1932, London) p. 20, nota a pie de página. (traducción mía)
Notad la segunda parte, tan importante: conducir la energía. Pues bien, ¿Cómo se consigue este aporte de energía? El aporte de energía es el resultado de querer que suceda. Y cuando digo querer, deseo indicar querer de verdad. En la práctica, esto se parece mucho a lo de dar el consentimiento.
Exploramos las implicaciones de todo esto en el siguiente entrega.
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