Cuando uno empieza a tomar clases de la Técnica Alexander, en las clases mismas se suele notar todo tipo de sensaciones agradables —de ligereza, de alivio, etc— y es normal que uno espera que esto es lo que va a sentir fuera de ellas. Y así es en gran parte. Sin embargo, al principio es posible que uno experimenta más bien lo contrario. ¿Indica esto que algo falla?
Tengo un recuerdo muy claro de la época de mis primeras clases. Salía de ellas con una sensación de que estaba flotando, pero un día estaba sentado en el sofá de mi casa viendo la tele, cosa que había hecho tantas otras veces, con una sensación de incomodidad e irritación. No parecía haber forma de quitármela. Durante los próximos días, esta sensación, aunque no constante, se repetía con frecuencia.
Comenté la situación a mi profe en la siguiente clase. «Ah —me dijo— a eso lo llamamos ‘Alexander blues’». «¿Alexander blues? —pregunté, un poco perplejo—», «Sí, —contestó— Alexander blues: antes podías maltratarte y estar alegremente ignorante de ello, pero debido a las clases, ya no.»
Esta situación podría parecer algo que lamentar o algo que se debe intentar evitar. Sin embargo, es una parte necesaria del proceso de cambio que implica incorporar la Técnica Alexander en nuestra vida cotidiana. De hecho, es precisamente esta sensación de incomodidad que estimula nuestras ganas de cambiar, de empezar a tomar responsabilidad por cómo ‘nos usamos’, de poner en práctica lo que estamos aprendiendo en las clases. Sin el aviso de que algo va mal, podemos continuar machacándonos hasta el punto de realmente hacernos daño. (Normalmente este es el punto a que ha llegado la mayoría de las personas cuando empiezan las clases.) Por el contrario, si nos damos cuenta de lo inapropiado que es nuestra forma de movernos y sostenernos, podemos evitar esta situación —¡o recuperarnos si el daño ya está hecho!
La verdad es que la mayoría de los alumnos no desean cambiarse a sí mismos —no desean pensar y actuar de otra forma—, sino desean que el profesor los cambie, los ‘cure’, que el problema desaparezca sin esfuerzo de su parte. Esto no es posible. Somos seres autónomos, que toman decisiones y nadie puede tomar para nosotros las decisiones de cómo nos usamos, nadie puede meterse en nuestras cabezas y llevar los mandos. Entre seguir haciendo las cosas a nuestra manera habitual sin consecuencias negativas aparentes y tomar el tiempo y esfuerzo necesario para aprender a hacer las cosas de una forma nueva, prácticamente todo el mundo elegiría la primera. No digo de forma consciente, uno puede tener las mejores de intenciones, pero en cuanto nuestra atención va a otra cosa, el hábito, lo familiar, vuelve a imponerse.
Ahí el papel del profesor: a empezar un proceso de reeducación de la apreciación sensorial del alumno. Es la naturaleza de la apreciación sensorial que percibimos cambios más que estados objetivos. Así que en las clases notamos la diferencia entre el hábito y la nueva coordinación mejorada que el profesor nos ha ayudado a conseguir. Por eso la sensación agradable. Fuera de la clase, con la memoria reciente de la sensación agradable, y por lo tanto un nuevo criterio para juzgar los que estamos haciendo, si volvemos a nuestros hábitos, podemos notar una sensación de incomodidad que no experimentábamos antes de empezar las clases. Aunque esto significa una cierta pérdida de inocencia, esta inocencia supone en realidad la capacidad de ser ignorante del daño que nos estamos haciendo. Es algo que deberíamos desear perder.
Una sensación de incomodidad, no obstante, no es suficiente para arreglar la situación. Por eso, a la vez de que el profesor de la Técnica nos proporciona la capacidad de percibir cuando algo falla, también nos proporciona las herramientas cambiar. Así que, uno es cada vez más consciente del daño que se está haciendo y también cada vez más capacitado para hacer las correcciones necesarias, y mejor aún, evitar la tendencia de machacarse, cortando el problema de raíz.
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